Mitos de la legibilidad

© Jorge de Buen U., 2014

En el mundo de la tipografía, donde la falta de información científica se suple fácilmente con el sentido común, abundan los mitos. Muchos de ellos han sido preconizados incluso por grandes y muy reconocidas figuras de la tipografía. He aquí algunos famosos mitos relacionados con la legibilidad:

 

Ha habido muchos estudios sobre la legibilidad desde finales del siglo XIX, y, entre sus objetivos, la vieja pregunta ha aparecido de manera recurrente: ¿son más legibles las letras con remates que las que no los tienen? Algunas investigaciones han tocado directamente esta interrogante, mientras otras la han abordado de manera indirecta al poner a competir diversos tipos —unos de paloseco y otros con remates— y comparar sus legibilidades específicas. Los resultados han sido de todos los sabores. En general, uno u otro estilo ha triunfado por un pequeño margen; sin embargo, como lo ha demostrado Ole Lund, todas las investigaciones han tenido puntos débiles, lo suficientemente débiles como para poner en duda su eficacia. De hecho, la hipótesis de la habituación («uno lee mejor lo que más lee»), de la que me ocuparé más adelante, se desprende de que, aparentemente, las modernas letras de paloseco han ido mejorando sus calificaciones en comparación con las antiguas.

En el fondo, la pregunta es si los remates aportan algo a la legibilidad. No lo creo. Lo más probable es que, en la lectura ordinaria, nuestros cerebros ni siquiera los detecten. Estamos programados para desechar toda información insustancial, y los remates, en cuanto a la legibilidad, son tan inútiles que podemos prescindir totalmente de ellos (si no fuera así, no podríamos leer los palosecos con tanta eficacia). A los remates se les han atribuido diversas funciones favorables para el acto de leer, como la de conducir la dirección de la lectura o reducir el efecto de irradiación (el crecimiento aparente de los bordes de un objeto iluminado). Sin embargo, estas explicaciones, que nacen del sentido común, nunca han sido demostradas.

En una visión simplista, comparar los dos estilos de letras es algo así como comparar perros. Se trate de un gran danés o un yorkshire, ni la forma del pelo ni el color ni la alzada ni la manera de ladrar hacen que uno sea más perro que el otro. Ambos animales tienen todos los componentes que en nuestras neuronas disparan el concepto ‘perro’ e inhiben todos los demás conceptos. En nuestra percepción, el pequeño yorkshire está más cerca del gigantesco gran danés que de una ardilla. Los componentes perrunos del animal son evidentes en casi todas las razas.

De manera similar, los componentes de una letra son evidentes en todos los tipos de lectura, ya sea que tengan ornamentos (remates) o carezcan de ellos.

Durante algún tiempo se creyó que identificamos las palabras por sus contornos, y para eso nos servimos de las astas ascendentes y descendentes, entre otras cosas.

La explicación al mito anterior contiene la sustancia que esclarece esta idea equivocada de que identificamos las palabras por sus contornos, idea que está en el terreno de la ciencia desde que en 1886 la formulara el psicólogo James Catell. Como expuse, no vemos imágenes completas, sino los elementos constitutivos de unas cuantas letras.

A las astas ascendentes y descendentes se atribuye la capacidad de labrar la imagen distintiva de una palabra. Por este falso expediente creemos, por ejemplo, que las minúsculas son más legibles que las mayúsculas. Quizás lo sean, pero la explicación no está en las formas de las palabras. De hecho, algunos expertos consideran que no hay justificación alguna para afirmar que las letras de caja baja son más legibles, excepto la usanza. Se ha medido que, con la práctica, llegamos a leer en puras mayúsculas —e incluso con imágenes especulares de las letras— tan rápido como lo hacemos con los textos de todos los días.

El modelo que explica la lectura como un reconocimiento de las palabras por sus formas fue analizado en repetidas ocasiones durante el siglo XX, y siempre dio la impresión de que se corroboraba en la experimentación. Sin embargo, más recientemente se ha confrontado con el más moderno modelo de «lectura en paralelo». Particularmente, gracias a los equipos de seguimiento de ojos, durante el último cuarto del siglo XX se hicieron estudios enfocados en las técnicas de la ventana movible, la frontera y la detección de errores tipográficos. Y si bien las investigaciones no nos han explicado claramente cómo sucede el prodigio de la lectura, sí nos han permitido comparar objetivamente los dos modelos y colegir que el segundo explica las observaciones mejor que el primero.

Se dice que aprendemos a leer letra por letra; luego, sílaba por sílaba, y que terminamos leyendo palabras y frases cortas en un solo golpe de vista.

Al sentido común le hemos dado muchas oportunidades en materia de legibilidad, pero sigue sin acertar; y esa idea errónea de que leemos palabras y hasta frases completas, dictada precisamente por el sentido común, ha aparecido una y otra vez en los libros y artículos que se ocupan de la tipografía, el diseño y otras materias por el estilo. De hecho, estuvo en las dos primeras ediciones de mi Manual de diseño editorial. Es algo pintoresco, porque, desde finales de siglo XIX sabemos, gracias a las investigaciones de Émile Javal, que los ojos se desplazan a saltos (sacadas) de un lugar a otro del texto, y que en cada punto de fijación exploran tan solo un puñado de letras. Por lo regular, no más de cinco. Así que la lectura, como todos nuestros actos de percepción, es irremediablemente incompleta. Más allá del mismísimo centro de nuestro campo visual —de esos cuatro o cinco signos— no vemos más que imágenes borrosas que nos proporcionan información fragmentaria.

Si podemos leer es gracias a que el cerebro adivina el remanente y coteja esas hipótesis en cada salto sucesivo. Por otro lado, las investigaciones que se han hecho a partir del último tercio del siglo XX indican que no leemos —ni observamos— los objetos enteros, sino sus partes significativas y las relaciones geométricas que guardan entre sí. ¡Y cuando digo que no vemos «objetos enteros» me refiero también a las letras!

Por lo tanto, nuestra pericia no se manifiesta en la capacidad de leer grandes trozos en un solo golpe de vista, sino en hacer inferencias a mayor velocidad y con menos información.

La afirmación completa, como se puede ver en algunas obras, es que los remates de las letras son útiles porque sirven como rieles y conducen la vista en la dirección de la lectura.

En 1969, Dirk Wendt publicó un extenso estudio acerca de cómo influyen en la legibilidad las categorías tipográficas (romanas o palosecos), las variaciones y los pesos. Entre sus argumentos estaba la declaración de que «los remates constituyen un útil riel por donde los ojos pueden deslizarse». Según Ole Lund, con esta afirmación Wendt pretende esclarecer por qué las composiciones en paloseco requieren interlíneas más amplias para ser agradables. Aparentemente, la idea de los remates alineadores es más antigua, pero quizás Wendt fue el primero que la incluyó como argumento en un estudio de legibilidad.

Es curioso que semejante aseveración aparezca siete décadas después de que Louis Émile Javal describiera los movimientos sacádicos, pero es más curioso aún que asome en las páginas de un informe científico. Javal demostró, por ejemplo, que los ojos no se mueven en una línea continua, sino a saltos de un punto a otro del renglón. En tiempos más modernos, gracias a los aparatos de seguimiento de ojos, también estamos al corriente de que las miradas de los lectores no apuntan a los pies de las letras, sino a la línea de equis o ligeramente por debajo de ella —de hecho, la posición vertical cambia de un punto a otro—. Finalmente, por citar un tercer argumento, tenemos el hecho de que en las fijaciones percibimos con nitidez una pequeñísima región del campo visual. Todo esto sugiere que los remates no solo no producen ningún efecto de alineamiento, sino que seguramente no sirven para nada en el acto de lectura (es muy importante aclarar que la estética está fuera de esta discusión).

Hay un experimento clásico al cual muchos hemos recurrido para tratar de explicar la legibilidad: cubrimos la mitad superior de un texto desconocido e intentamos leerlo. Enseguida, tratamos de leer otro texto, pero cubriendo su mitad inferior. El resultado no deja lugar a dudas: leemos mucho mejor cuando lo visible es lo de arriba. La explicación clásica dice que esta es la parte de los caracteres que conduce el significado, mientras que la inferior marca el ritmo de lectura y guía los ojos.

Las letras modernas son el resultado de una larga y azarosa evolución. Hasta los primeros siglos de nuestra era, los caracteres romanos se dibujaban rigurosamente entre dos fronteras, pero, con el tiempo, los escribas se atrevieron poco a poco a violar esos lindes. Algunos trazos los traspasaron primero tímidamente; más tarde, los escribas adquirieron soltura e incorporaron plumados y extensiones ascendentes y descendentes a sus estilos caligráficos. Por ahí del siglo IX, tras ocho o nueve centurias de mutaciones, las mayúsculas romanas habían cambiado sus formas notablemente hasta convertirse en nuestras actuales minúsculas. Si concedemos a estas transformaciones humanas, a esta larga secuencia de ensayos y errores, una suerte de sabiduría evolutiva y la concomitante selección natural, podemos presumir que los rasgos de las letras se han acomodado en formas virtuosas, hasta el punto en que gran parte de la información sustancial de que nos proveen ha quedado justamente donde los ojos se posan (sabemos que los puntos de fijación se centran ligeramente por debajo de la línea de equis).

Esto no quiere decir que, desde un punto de vista cognitivo, solo la parte de arriba transporte el significado y, mucho menos, que la parte inferior establezca un ritmo. Con excepción de los remates y ornamentos, todo es significativo en los trazos esenciales de los signos. Lo que sucede es, por un lado, que hemos acondicionado las letras para que tengan más rasgos distintivos en sus partes superiores y, por el otro, que hemos aprendido a reconocer los trazos superiores mejor que los inferiores. Por lo que respecta al «ritmo»…, habrá que leer sobre los mitos segundo y tercero de esta lista.

En el momento de mayor esplendor de la fundición digital Emigre, Zuzana Ličko fijó sus ideas acerca de la legibilidad: «Los tipos no son intrínsecamente legibles; es, más bien, la familiaridad del lector lo que importa en cuanto a la legibilidad. Las investigaciones han demostrado que los lectores leen mejor lo que más leen. La legibilidad es también un proceso dinámico, puesto que los hábitos de los lectores cambian constantemente». En su momento de mayor esplendor, pues, Emigre daba un sonoro golpe de mesa con este manifiesto pop trasvestido de postulado científico —uno que, por cierto, le permitía vender un mayor número de sus fuentes tipográficas más raras—. De acuerdo con Ole Lund, esta hipótesis había sido previamente enarbolada por gente tan prestigiosa como Gill, Frutiger, Wendt, Pyke, Tinker y otros más. Seguramente fue en las investigaciones de Tinker donde abrevó la gran tipógrafa.

El fundamento es una revisión crítica a muchos estudios de legibilidad hechos durante las primeras décadas del siglo veinte. En ellos se vislumbraba un cambio paulatino en la efectividad de los tipos: los nuevos palosecos comenzaban a ganar las batallas a las viejas letras romanas, y este cambio, a los ojos de los observadores, era consecuencia de la creciente aceptación de los palosecos y, por ende, de la familiarización de los lectores con las novedosas fisonomías tipográficas.

Uno de los experimentos que nos llevan a considerar plausible la teoría de la habituación consiste en dar a un lector un texto compuesto con un tipo o arreglo que, a priori, se calificaría como inferior. Por ejemplo, un texto en puras mayúsculas o con las letras invertidas. Se ha constatado que, si al lector se le da suficiente tiempo para familiarizarse con ese estilo modificado, llegará a leerlo a una velocidad igual o casi igual a la que suele conseguir con letras normales. Sin embargo, no se ha reportado que el estilo modificado supere al normal. Por lo visto, cada sujeto tiene la capacidad de alcanzar cierta velocidad máxima de lectura, y, si se le cambia el estilo de letra, no puede hacer otra cosa que aproximarse asintóticamente a su cota máxima. Si se me admite una comparación un poco pedestre, es como poner un artilugio para limitar la velocidad a un auto de carreras e igualarla con la de un tractor, y, en el momento en que el tractor alcance esa velocidad, declarar que los tractores son tan rápidos como los autos de carreras.

Muchos investigadores, durante décadas, han rechazado la rapidez como parámetro básico para medir la legibilidad. Se ha echado mano de ella una y otra vez simplemente porque es la dimensión más fácil de medir; pero ¿es la mejor? «La exigencia de precisión ha llevado a los psicólogos empíricos a escoger ciertas variables solo porque pueden medirse, y no por razones de la psicología teórica», ha dicho el psicólogo Paul Kline. Hay muchas variables que no se toman en cuenta porque son difíciles o imposibles de cuantificar. Por ejemplo, ¿qué valor daría usted a lo apetecible de una letra, a la potencia de inducir en una persona el deseo de leer? (en mis cursos llamo a esto text appeal).

La teoría de la habituación sucumbe ante otros dos argumentos: en primer lugar, no resiste la reducción al absurdo. Veamos de nuevo el comienzo del postulado de Licko: «Los tipos no son intrínsecamente legibles» (las cursivas son mías). Esto podría funcionar si hiciéramos lo que hicieron los investigadores durante mucho tiempo: comparar letras como la Futura con la Times o la Helvetica; sin embargo, si el punto de comparación hubiese sido un estilo como el AF Kub, seguramente tendríamos uno de estos resultados: a) que nuestro lector ni siquiera se acerque a la cota máxima de lectura, o b) que el esfuerzo para alcanzar esa cota sea mucho mayor que el necesario para una letra como la Futura, o bien, c) que, tras haber alcanzado la cota, el lector descarte esa letra y vuelva a la Futura.

En cualquier caso, las observaciones apuntarían a que la Futura es intrínsecamente más legible.

El otro argumento con que la teoría se debilita es el histórico: la doble decadencia de la letra gótica, primero en los siglos XV y XVI, y, más tarde, en la Alemania del siglo pasado, demuestra que las letras evolucionan y que se dejan atrás los modelos inferiores. Si bien es cierto que la desaparición de los tipos góticos alemanes se debió primeramente a motivos políticos, el hecho de que hayan fracasado los intentos por restaurarlos es síntoma de su debilidad frente a los romanos. No olvidemos que a finales de los cuarenta, ya en tiempos de paz, una gran mayoría de los alemanes, si no es que todos, estaban perfectamente habituados a leer en tipos góticos. Aun así, los abandonaron.

En septiembre del 2003 se esparció por la internet esta revelación:

 

Aoccdrnig to a rscheearch at Cmabrigde Uinervtisy, it deosn't mttaer in waht oredr the ltteers in a wrod are, the olny iprmoetnt tihng is taht the frist and lsat ltteer be at the rghit pclae. The rset can be a toatl mses and you can sitll raed it wouthit porbelm. Tihs is bcuseae the huamn mnid deos not raed ervey lteter by istlef, but the wrod as a wlohe.

Al igual que este asombroso párrafo en inglés, la traducción al español se diseminó en cuestión de horas: «La úicna csoa ipormtnate [...] es que la pmrirea y la útlima ltera de cdaa plraaba esétn ecsritas en la psiocóin cocrrtea...». La aseveración tiene visos de verdad, pero se trata de un bulo múltiple:

 

  1. Es falso que se trate de una investigación oficial de Cambridge.
  2. Podemos descubrir, a simple vista, que la frase fundamental: «… la única cosa importante es que la primera y la última letra de cada palabra estén escritas en la posición correcta» no es objetiva. En estas palabras hay mucho más orden del que se admite. No solo se mantienen la primera y la última letra, sino, en general, se preserva la secuencia de las consonantes. Hay pocas excepciones.
  3. Los artículos, preposiciones, conjunciones y, en fin, todas las palabras de tres letras o menos, están necesariamente escritas en el orden correcto, con lo que un buen porcentaje de los términos sigue siendo claramente legible. Esto, además, ayuda a suministrar una guía (un contexto) para el reconocimiento de las palabras adulteradas.
  4. Las letras traspuestas están, en general, muy próximas entre sí (Aoccdrnig, deosn’t, porblem…).
  5. La explicación final (traduzco del inglés): «Esto se debe a que la mente humana no lee letra por letra, sino palabras enteras» ya ha sido descartada unos párrafos más arriba.
  6. Si no importara el orden, leeríamos estas palabras tergiversadas con la misma rapidez con que leemos las buenas. La verdad es que, en el mejor de los casos, la velocidad de lectura cae un 11 %.

Como dije, el cuento tiene visos de verdad. La organización espacial de los estímulos visuales es un proceso de muy alto nivel que consume mucha energía bioquímica, y, si podemos ahorrárnosla, escatimamos. Por lo tanto, es muy probable que, en principio, las palabras clama y calma provoquen reacciones neuronales idénticas que, en un nivel superior, si hubiera la exigencia, el contexto se encargaría de desambiguar.

Finalmente, la mejor manera de probar cuán falso es el enunciado es ponerlo a prueba conforme a sus propias reglas. Disfrute del invaluable servicio de las palabras cortas, tome un cronómetro, mida el tiempo y lea usted:

 

Cmoo la livula se híaba edancepimo en no cear, el pfrosoer Reaafl Ruber ddieicó que por fin híbaa ldealgo la hroa de asretvere a sialr a la cllae. Por tceerr día civtosnecuo, pcoo aetns de tamnreir sus celsas vio que se haíban fadmora epoesss nbnarueros gsiers, preo ese día aglo ebtsaa cditnennoeo el acugerao.

Si siete personas de un grupo de diez (un número razonable en cualquier investigación protocolaria) tardaran menos de 16 segundos en leer por primera vez y sin errores el párrafo anterior, me tragaría mis palabras.