© Jorge de Buen, 2016
El acto de leer es, casi siempre, fragmentario. Solo ven todas las letras quienes están aprendiendo a leer y los correctores profesionales. Según el nivel de habilidad del lector, la cantidad de letras que nunca son fijadas, es decir, que no caen en el campo de alta definición de la fóvea, suelen ser más que las que sí lo son. Nuestros ojos recorren las letras a saltitos (llamados sacadas) y, por alguna suerte de selección automática y personal, programamos las sacadas futuras inconscientemente para que los ojos se fijen en un punto determinado, unas cuantas letras más adelante. Se sabe que, una vez que el movimiento ocular ha sido programado, es casi imposible corregirlo y hacer que los ojos caigan en otro lugar.
Al acumular esos trozos de información, elaboramos hipótesis. El cerebro va tejiendo un abanico de significados probables que se confirman, más o menos, en un salto posterior. Si algo parece carecer de sentido, el lector hace un retorno inconsciente (una regresión) a algún punto desambiguador; pero, si esta regresión falla, sigue otra en un nivel de consciencia más alto.
Cuando los ojos se fijan, por ejemplo, en una palabra que comienza con la secuencia cave-, se estimulan neuronas que proyectan vocablos como caverna, cavernario, cavernícola, entre otros. Las palabras más comunes y las que están relacionadas contextualmente con la lectura, reciben una mayor activación. En cambio, las células relacionadas con vocablos que comienzan con cabe-, como caber, cabeza, cabello y su cohorte de derivados, no solo se activan menos ante la secuencia cave-, sino que incluso experimentan cierto grado de inhibición. Como el cerebro es una computadora muy eficaz en ciertos actos de percebimiento, somos capaces de entender *caberna y *cavello, claro, pero esas reconstrucciones mentales exigen conexiones más complejas y, por lo tanto, un poco más de tiempo y energía bioquímica. Es un gasto que se traduce en lecturas más lentas y cansadas.
Un lector experimentado no solo aumenta constantemente el caudal de palabras que puede interpretar (porque va aprendiendo sus significados), sino también de las que puede leer (porque comprende su estructura a través de los signos individuales). Durante la lectura, va construyendo una corpulenta base de datos que le permite construir significados hipotéticos cada vez más robustos, aun con información gradualmente más fragmentaria. Sus lecturas son entonces como un deporte extremo en que las brechas se recorren a toda velocidad…, y las caídas son estrepitosas. Esto sucede porque el ojo de un lector experimentado rara vez se fija en sufijos, artículos, preposiciones, conjunciones y más partículas por el estilo. De modo que, cuando algo no parece tener sentido, debe echar atrás hasta encontrar justamente el conectivo que ha sido mal adivinado.
La lectura, la comprensión y la escritura son procesos muy distintos, por más que compartan un código. La gran mayoría de los lectores voraces que conozco, así como muchos escritores, tienen mala ortografía (ya he dicho en numerosas ocasiones que la lectura no sirve para mejorar la redacción ni la ortografía). Neurológicamente, escribir y leer son actos que tienen muy poco en común.
Al lector experimentado le sirve mucho la ortografía, porque lo ayuda a limitar el abanico de significados hipotéticos —sin importar que tenga una idea muy deficiente de cómo deben escribirse las palabras—. ¿Podemos leer textos que tienen muchas faltas de ortografía? ¡Claro!, pero, si están bien escritos, los leemos más rápido y más descansados, además de que los comprendemos mejor.